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Fecha: 2022-08-07


De Juan a Nita


Autor: ELALCALDE

Categoría: Sexo Gay

Solo con Pedro en una isla durante unos días hasta que nos rescataron, no pude evitar convertirme en la parte femenina de la pareja. Es difícil aceptar que el odio que sentías por una persona ha desaparecido. Que no lo encuentras por ningún sitio, aunque te jurabas que no lo olvidarías y que tarde o temprano conseguirías vengarte alimentado por ese odio que mascabas cada noche. Incluso cada hora del día en el que tenías que verle la cara. Lo había alimentado durante los dos meses últimos. Cada vez que le sentía cerca, cada vez que le oía hablar, cada vez que sentía su aliento, mascaba mi odio pensando en que lo hacía más grande. Y, de repente, me faltaba, no lo encontraba por ningún sitio, como si de tanto masticarlo se hubiera ido deshaciendo y me lo hubiera tragado sin darme cuenta. Y ahora sentía un vacío donde antes estaba ese odio. Y no sabía cómo rellenarlo. Todo había empezado tres meses atrás, cuando me encontré enrolado en un barco de pesca al despertar de una monumental borrachera el día de mi cumpleaños. Era toda una señal: había cogido una merluza y ahora estaba en un barco que iba a pescar merluzas. La tripulación se completaba con otras trece personas. La mayoría eran expertos y ya habían estado en otros viajes anteriores. Se conocían bien y formaban pequeños grupos para los momentos de ocio y descanso. Solo otro tripulante era nuevo como yo. Se trataba de un jovencito casi imberbe que tenía por misión ayudar en las faenas de la cocina y de la limpieza general. A mí me habían encargado ayudar a un grupo de tres marineros recios, maduros y poderosos que me acogieron con buena disposición y fueron enseñándome todo lo que tenía que saber en los tres primeros días que utilizamos para viajar por el mar sin más tarea que la de mantener todo dispuesto e ir acercándonos al destino. Además, me iban dando pinceladas de los demás. Con ese ten cuidado. Es un buen hombre… hasta que se enfada. Tiene un genio tremendo y como se le cruce el cable es capaz de cortarte la cabeza como si fueras un bonito que tiene que cocinar. Aquél es bastante solitario. Tiene una mujer enferma y solo embarca para conseguir el dinero que le permita pagar el tratamiento. Pero no se junta con nadie. Si llegamos a un puerto, es el que se queda en el barco: no gasta los ahorros y le pagan un plus por permanecer vigilando. Ese es el protegido del capitán, Pedro. Creo que le salvó la vida en un naufragio. Vive como si fuera el dueño del barco. En cada viaje se busca un novato que le sirva de compañía. Ya me entiendes. En este viaje lo tendrás claro, ¿no? El niño de la cocina ya duerme con él por las noches y eso que llevamos solamente tres días. El negro es la persona más divertida que puedas encontrar. Ya le irás conociendo. Siempre está contento. Empezamos a faenar al quinto día. El trabajo era duro, pero una semana después mi cuerpo se había acostumbrado y aunque seguía buscando las horas de descanso para reponerme con más ansia que los demás, durante la faena respondía bien y mis compañeros me animaban, ya informados de que estaba allí “por error”. Vamos, dale. Por lo menos que tu cogorza te sirva para ponerte en forma… Faenamos durante tres semanas. La pesca se daba bien y cada vez me encontraba más cómodo con mis compañeros. Al final, no era mucho peor que trabajar en la obra de donde venía. No había más entretenimiento que el meterse con el ayudante de cocina, Luis de nombre, al que habían empezado a llamar Luisito cuando estaba presente y Sita cuando no lo estaba, haciendo hincapié en su relación con Pedro, cada vez más abierta y evidente porque Pedro ejercía sin importarle mucho los comentarios que pudiera levantar. Pero una noche, en medio de una pequeña tormenta, un ruido nos sobresaltó. Salimos todos a cubierta. La mayoría íbamos solamente con un slip, pero nadie se había entretenido en ponerse un pantalón o un mono. Los gritos preguntando qué es lo que había pasado iban rebotando de un lado a otro. Poco a poco, una respuesta se fue adueñando. Nos han debido dar un golpe. Hay una brecha en estribor. Tenemos que ver si podemos repararlo para ir a un puerto. Ya hemos mandado una alerta. Rápidamente el capitán organizó tres grupos. Uno, con él a la cabeza, se desplazó para ver la importancia de la grieta, otro, en el que me encontraba junto con el cocinero, su ayudante y el protegido del capitán, nos encargamos de ir preparando los botes salvavidas y el tercero se quedó encargado de seguir emitiendo llamadas de auxilio, intentar controlar el barco y buscar el lugar más cercano al que pudiéramos ir. Todo se convirtió en un maldito desastre, en una locura que terminó, sin saber muy bien cómo ni por qué, en verme en una balsa de salvamento con Pedro, que miraba desesperadamente hacia todos los lados. El barco había perdido un gran trozo y el resto que teníamos a nuestro lado había bajado hasta permitir que las olas pasasen por encima sin dificultad. Rema, rema, como si nos persiguiera el diablo… Mientras, él se apresuraba en cortar la cuerda que nos unía al barco y ajustaba el ancla de capa y después se ponía a remar conmigo. Vimos cómo las olas se llevaban lo que quedaba del barco. La balsa siguió bamboleándose al ritmo del agua. Sentí un mareo enorme y Pedro me dijo que me tomase una pastilla antimareo. La encontré y me la tomé. Pero el mareo no se pasaba. Lo que sí pasó fue la noche. El amanecer nos mostró un mar ahora más en calma. Ni un solo rastro de nada. Solo agua por todas partes. Estuvimos dos días en la balsa. La mayor parte del día la pasábamos tumbados bajo la lona que nos protegía del sol, dormitando, bebiendo y comiendo de forma racionada (las normas las había puesto Pedro y yo no se las había discutido). Una mañana despertamos descansando sobre la arena de una playa. Pedro, una vez más, cogió el mando, me envió a revisar una parte de la playa mientras él se dedicaba a la otra parte. Lo primero es asegurarnos agua y comida. Luego ya podremos investigar a ver si encontramos gente. Que Pedro tenía muy claro cómo sobrevivir estaba claro. Nos hicimos con unos cuantos cocos, encontramos un pequeño río que nos facilitaba el agua, hizo una especie de red para pescar en el río (habíamos visto peces) e indicó que seguiríamos durmiendo en la balsa, separada del agua pero manteniéndola sobre la arena para que pudiera ser vista. Si buscan, buscarán una balsa de salvamento y su color la hace destacar sobre la arena. Además, es más cómoda que la arena. Durante cuatro días estuve dando gracias por haberme dejado con Pedro. Pedro parecía andar todo el día con una especie de euforia a la que yo no sabía encontrar explicación. Nos hemos salvado. Solo nos queda esperar a que encuentren la balsa. Ahora somos náufragos en una isla. Robinsones. Somos libres como los pájaros. Podemos i r desnudos porque en nuestra isla no hay por qué ir vestidos. Íbamos de un lado a otro desnudos y aunque por la noche refrescaba, desnudos dormíamos. Nos levantábamos, nos lavábamos en el mar, cogíamos la red, íbamos al río, Pedro saltaba al otro lado y hacíamos unos cuantos metros arrastrando la red río arriba. De cada tres intentos, en uno de ellos conseguíamos algún pez. Si teníamos suerte, dos o tres de una tacada. Desde el primer momento noté algo en la desnudez de Pedro que me producía cierta inquietud. Tenía un pene de esos que se dibujan perfectos, largo incluso en estado flácido. Se levantaba empalmado y realmente la impresión de poderío que emanaba era tremenda. Se lavaba en el mar haciendo ostentación de su falo palpitante, casi mostrándolo al mundo. El andar desnudo parecía en él algo tan natural, su sexo bamboleándose de un muslo al otro, que me generaba una especie de envidia, porque yo seguía sintiéndome raro andando desnudo por la isla, tal vez porque mi dotación, sin ser pequeña, era de las que esconde casi todo su largo dentro de mi cuerpo. Siempre había envidiado a los que, como Pedro y los negros que había visto en innumerables documentales, conservaban claramente sus atributos en forma. Luego, las cosas cambiaron. Me desperté pensando que estaba teniendo una pesadilla. Apenas podía respirar y sentía un peso sobre mi espalda. Intentaba ponerme bocaarriba pero no podía moverme. Tardé en darme cuenta de que lo que me sujetaba era el brazo poderoso de Pedro que me sujetaba el cuello por detrás y que el peso que sentía era su cuerpo sobre el mío, aplastándome contra el suelo de la balsa. Intenté reaccionar, pero era imposible. Su presa era perfecta. Te tengo. Será mejor que dejes de pelear. Cuanto más pelees, más daño te voy a hacer. Porque tú no te escapas. ¿Pero qué quieres, te has vuelto loco? Tú déjame hacer… Empezó a mover su cuerpo. Supe lo que quería rápidamente y mi cuerpo se volvió a agitar buscando liberarse. No pude. Lo único que conseguí fue sentir un fuerte dolor en mi ano, donde Pedro intentaba entrar. O te relajas o te voy a reventar el culo. Tú verás. No había más alternativa. Intenté relajarme, pero no lo conseguí. El dolor se unía a la sensación de absoluta impotencia que me embargaba. Y a la sensación de vergüenza que sentí cuando noté su descarga en mi interior después de su bombeo rítmico sobre mi cuerpo. Luego, de golpe, se incorporó y salió de la balsa metiéndose al mar para bañarse. Busqué a mi alrededor algo con el que poder matarle. Juro que tenía la firma intención de matarle. No encontré nada. El cuchillo, la pistola de bengalas… todo debía estar escondido en alguna parte, porque en la balsa no había nada. Salí de la balsa y me metí al mar. El agua salada me hizo daño en mis heridas, produciéndome una quemazón que pude aguantar a duras penas. Cuando salí, Pedro estaba de pie junto a la balsa. Ver su cuerpo desnudo, con su sexo penduleando entre sus muslos me produjo una arcada que tuve que reprimir. Se dirigió a mí como si la última hora no hubiera existido. Venga, holgazán. Si quieres comer, tendrás que ayudarme. Acepté que no había más remedio. Yo solo no podría sobrevivir. Fuimos al río. Mientras andábamos río arriba no pude evitar ver cómo su cuerpo musculoso y sin grasa se movía con gracia a pesar de que íbamos descalzos. A mí me costaba un poco más. Pero lo que atraía mi mirada una y otra vez era su sexo: relajado, seguía pendiendo largo y se podría decir que perfecto según los cánones de todos los dibujos que mostraban cómo era un pene. Recogí una piedra con varias aristas que vi en la orilla del río. Ya tenía un arma. Si le pillaba dormido… Con cada paso, con cada mirada a ese sexo que me había penetrado, mi odio crecía. Lo fui masticando hora a hora. Aquella noche no dormí en la balsa. Me fui al fondo de la playa, mi espalda apoyada contra un árbol, pasé la noche traspuesto, sin llegar a dormir, sentado mientras imaginaba una y mil formas de partirle la cabeza con mi piedra, que tenía al lado por si intentaba volver a atacarme. Tiritando de frío. Al día siguiente el culo me dolía menos, pero mi odio al ver a Pedro como si nada seguía creciendo. La segunda noche tampoco dormí. Pasé el día medio atontado por el sueño, con un cansancio que parecía ponerme pesos en los pies. Y por la noche caí rendido. Te pillé… Otra vez su brazo en mi cuello. No podía ser que me hubiera vuelto a sorprender. El sol resplandecía ya en la playa. Me había dormido profundamente. Mi mano buscó la piedra. La encontró y la asió con fuerza. Pero era imposible utilizarla en esa posición. El cuerpo de Pedro estaba quieto, simplemente sujetándome. Relájate, joder. No quiero hacerte daño. Me quedé quieto. Su mano libre bajó por mi brazo hasta mi mano y suavemente fue liberando la piedra de mis dedos hasta que quedó en la arena. Pedro empezó a buscar mi entrada. Le sentía resbalar sobre mi piel buscando la posición perfecta. Empezó a entrar. Esta vez no dolía tanto. La falta de resistencia, como me seguía diciendo al oído, facilitaba las cosas. ¿Ves? Ya está. Sigue quietecito y no te haré daño. Seguí quieto mientras él iba bombeando su cuerpo, cada vez más rápido, hasta descargar en mi interior. Era verdad que no había tanto dolor. Pero la sensación de impotencia era la misma. Y la sensación de vergüenza era la misma. Sentí como se ponía de pié y le vi alejarse hacia la playa. Es un poco tarde. Tenemos que ir a pescar ya mismo. Yo también me lavé en el mar. Al salir y ver su mirada en mi cuerpo, la sensación de vergüenza se acrecentó y noté cómo mi cuerpo intentaba reducirse sobre sí mismo. Volvimos a pescar. Ese día la pesca fue buena y no tardamos en estar de nuevo en la playa preparando el pescado. Hacíamos una sola comida al día, ya tirando al atardecer. Por la mañana solo comíamos algo de coco o alguna galleta de las que nos quedaban. Cenamos cada uno a un lado del fuego. Cuando terminé, me preparé para irme a mi árbol. No seas tonto, hombre. ¿Vas a dormir otra vez allí, con lo cómoda que es la balsa? Cuando te quiera coger, te voy a coger. Lo sabes. ¿Por qué no lo aceptas y te quedas a dormir conmigo? Has visto que hoy casi no te he hecho daño. Si colaboras un poco, no habrá nada de dolor. Respondí con rabia. No soy tu puta. Y no quiero que lo seas. Mejor una amiga con derecho a roce. ¿Qué te parece? No tienes muchas más opciones. Empecé a alejarme. Pedro insistía. Tenemos que estar juntos para sobrevivir. Y yo necesito un poco de sexo. ¿No te parece que no es tanto? Vamos a tener que estar jugando a que no te duermas y cuando te duermas, pillarte. Lo vamos a repetir. ¿Por qué no lo aceptas? Seguía rumiando mi odio sentado en el árbol. Hoy la noche era un poco más fría y hacía algo de humedad. Tenía que haber cogido una manta de la balsa. Era noche cerrada y mis dientes empezaron a castañetear. Tenía frío. Me acerqué a la balsa con mucho cuidado. Oía los ronquidos de Pedro, suaves y rítmicos. Las dos mantas estaban extendidas en el suelo de la balsa y el cuerpo de Pedro estaba sobre ellas. Estuve contemplándole durante mucho tiempo. Me sentía cansado y frío. Una vez más volví a dar vueltas a las palabras que me había dicho. Me rendí. Me tumbé a su lado. Allí no hacía frío. Su mano se apoyó en mi cadera y me instó a acercarme a su cuerpo. Sentí un asco inmenso por mí, por aceptarle, por arrimarme a su cuerpo hasta estar piel con piel, por dejarme abrazar, por aceptar la indicación de su mano para que me diera la vuelta y ofrecerle mi espalda, por dejarme apretar por su cuerpo, cálido y fuerte. Me dormí. Solo debía haber sido un rato. Ahora, de nuevo despierto, volvía a sentir todo su cuerpo contra mi espalda. Su brazo me rodeaba. Sentía su respiración en mi nuca. Dejé pasar el tiempo. El sol empezó a llenar de claridad la balsa. Sentí su mano resbalar por mi piel hasta llegar a mi ombligo. Allí se sujetó para hacer palanca con su cuerpo e irse colocando. Me dejé resbalar para quedarme boca abajo. Era mi aceptación de sus condiciones, la aceptación de su derecho a roce. Me ofrecía, rendido, vencido. El día fue normal. Me seguía sintiendo avergonzado e impotente, asqueado por mi falta de fuerza para resistirme. Pero para Pedro aquello parecía normal. Por la noche, sin más, me dijo. Ven Nita, vamos a la cama. Lo entendí a la primera. Le había visto llamar Sita a Luis, con el femenino de Luisito. Ahora me lo aplicaba a mí. Nita, del femenino de Juanito. Marcando claramente que a partir de ese momento yo era su “mujer”. Le seguí. Me poseyó con mucha tranquilidad, alargando la sesión, poniendo de manifiesto su dominio. Luego dormimos, él abrazándome por detrás, posesivo. Luego, con las primeras claridades de la mañana, repitió. Pasaron cuatro días más. Todos con la misma rutina. Pedro era una máquina de follar. Por la noche y luego por la mañana. Ya no me dolía nada. Había aprendido a aceptarle. Esa mañana, mientras pescábamos, mi vista volvió a fijarse en su cuerpo y, sobre todo, en su sexo flácido balanceándose de un muslo a otro. Pensé que era una estatua griega. Recordé cómo se la había visto por la mañana, cuando se levantaba erecto y caminaba hacia el agua haciendo ostentación de su poder. Casi sin darme cuenta, imaginé cómo lo tendría cuando nombeaba sobre mí. No puede evitar la excitación. Intenté ocultarla volviéndome un poco hacia el otro lado. Pero Pedro se había dado cuenta. Volvió a saltar el río para ponerse a mi lado. ¡Estás excitado! ¿En qué pensabas? Sentí un calor adicional en mis mejillas. La mano de Pedro cogió la mía y la posó sobre su polla. Te has excitado con esta, ¿verdad? El contacto en mi mano hizo que mi excitación creciera aún más, ya totalmente incontrolada. Y el notar su carne endureciéndose hizo que aumentase también el calor en mis mejillas. Habrá que darle gusto a esa excitación. Me sorprendí riendo tontamente mientras me apretaba contra su cuerpo. Mi excitación había crecido aún más al ver su polla enhiesta, esperando su momento. Y como una putilla, me di la vuelta para ofrecerme, porque estaba ansioso de sentirle dentro de mi cuerpo. Oía mis gemidos y no los reconocía como míos. Pero los sentía salir de mi garganta. Y finalmente los gemidos se fueron convirtiendo en gritos de placer mientras me deshacía en un orgasmo tremendo. Estuvimos aún un buen rato apretados uno contra otro. Dejando que nuestros cuerpos se meciesen para volver a sentir la piel del otro. Parecía que nos costó un esfuerzo el separarnos. Mi mano resbaló por su pene, de nuevo desfallecido. Seguía caliente y mojado. Su mano resbaló por el mío, comprobando que se había dado por satisfecho. Le miré a los ojos. Y noté que me faltaba algo. Que mi odio había desaparecido y ahora no sabía cómo rellenar ese hueco. ¿Te ha gustado, Nita? Sonreí de nuevo de forma bobalicona. ¿Para qué contestar? El charco de semen que había formado entre las piedras era suficiente respuesta. Esa noche fue ya muy distinta. Ya no era un entregarse boca abajo dejándome hacer, sino que probamos todas las posturas que se nos ocurrieron. Me pidió que me sentase sobre él y le cabalgase y me volvió loco el sentirle más adentro que nunca, emborrachándome de placer. En pleno éxtasis, empujó mi cabeza hacia la suya. Supe lo que quería y le entregué mi boca dejando que me la comiera mientras seguía cabalgándole. La siguiente semana fue, seguramente, la más feliz de mi vida. Perdidos todos los complejos, eliminada la vergüenza y la sensación de impotencia, disfruté completamente de un sexo nuevo con Pedro hasta perder la cabeza y gritarle que le quería, que me hiciese suya. Sí, que me hiciese suya. Ahora ya no era Juan de día y Nita de noche. Era siempre Nita. Y me gustaba. Nos rescataron por sorpresa. Como casi todos los días, al empezar a clarear Pedro me buscó y yo me dejé encontrar. Estábamos en plena acción cuando de repente la lona se desplazó y dos hombres nos miraron sorprendidos. Por fin os encontramos… Estaba sobre Pedro, cabalgándole, mi boca aplastada contra la suya. Alcé el pecho para mirarles y les sonreí de nuevo bobaliconamente mientras no dejaba de gemir, cabalgando aquella polla dura. Me volví a inclinar sobre su boca obviando a los rescatadores, disfrutando de mi último polvo en la isla, sin preocuparme de si seguían allí o se habían ido. Si querían mirar, que disfrutasen…


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